lunes, 8 de octubre de 2012

MOSQUITO... (cuentos para canjear en la caja de un supermercado un falso domingo por la tarde)


Recuerdo que era la hora de la siesta... lo que en algunos lugares suele ser casi un sacramento. Yo nunca he sido religiosa... pero la posibilidad de dormir y despejar la modorra luego de la opípara comida y la aburrida mañana del feriado era tentadora.

Minutos antes me había topado accidentalmente con un manojo de viejas llaves... de esas que se utilizan para abrir las puertas y me estremeció pensar que no recordaba qué puertas abrían cada una de ellas. Supongo que en su momento la función para la que fueron diseñadas habría sido importante en mi vida: tal vez la llave de mi casa paterna... tal vez la de un novio olvidable... acaso alguna oficina de juventud que prometía llegar a cotizar en Bolsa. 

Funciones otrora importantes sepultadas por el tiempo... ese maldito asesino serial... el mayor de todos. No tenían sentido ahora, así que casi apenadamente las deseché. 

Muy a pesar mío me recosté sobre la cama jurando al cielo no perder la conciencia y sólo dormitar... porque en el fondo considero a la siesta una droga adictiva... un viaje sin retorno. 
Como era verano y hacía demasiado calor encendí el ventilador de techo a modo de preludio del descanso... no por el calor en sí... más bien por los mosquitos. 

Pocas cosas me hacen perder el control, una de ellas es la picadura ponzoñosa de estos insectos chupasangre... al punto de considerarlos lo peor desde las siete plagas de Egipto... o la epidemia de peste negra que arrasó con Europa. 

Convencida que no hay invento humano que logre mantenerlos alejados de nuestra preciosa sangre... de que no hay  pastilla venenosa que los haga desistir de su oscura necesidad de alimentarse... decidí confiar a medias en el efecto huracán que para ellos representa la corriente de aire del ventilador de techo... hallazgo éste más que accidental... puesto que los mencionados ventiladores fueron pergeñados al sólo efecto de refrescar a las personas y no para resguardarlas de ataques arteros de los mosquitos.

Intentaba adormilarme... cuando a través de mi único ojo entreabierto lo vi.

Era un simple y definitivamente molesto mosquito, pero por su tesón yo le hubiera otorgado el premio Nobel a la supervivencia... si es que esto pudiera ser posible. El tipo había volado hasta donde el viento ciclónico del ventilador le había permitido, y a duras penas alcanzó el borde de la cama. A punto de sucumbir, con lo último de su aliento venció a la corriente de aire logrando sostenerse de un pliegue accidental de la sábana. 

Se permitió unos instantes para recuperarse de su ciclópeo esfuerzo. Habrá tanteado el panorama, decidiendo que le sería imposible volar hasta su víctima y almuerzo... yaciente a unos cuarenta centímetros de su ubicación... o sea yo. 

Mi humanidad, conteniendo incontables cantidades del rojo líquido elemento al que la naturaleza le había condenado a tener por único alimento... no podría haber sido la hierba... cualquier otro tipo de vegetal o fruta... no.

Algo inerte... que no opusiera resistencia a ser devorado... que no tuviese que extraerlo contrapuesto a la voluntad de su poseedor. 

No sé, algún tipo de flor... hasta el pan mismo, que a veces cuesta hallarlo; no…tenía que ser la jodida sangre.

Nuestro alado héroe comenzó a recorrer la distancia que nos separaba –nada... desde mi punto de vista, una eternidad para su diminuto tamaño- trabajosamente. (Y sí, a veces las distancias suelen medirse en unidades de tiempo.)

 El aire que recibía la superficie de la cama aplastaba sus delicadas alas contra las sábanas, obligándolo a desplazarse... como un infante de marina en busca de la posición enemiga emulando los movimientos de un reptil. 

Me quedé tan absorta... admirando su determinación y coraje que no pude darme cuenta del tiempo que le tomó alcanzar el borde de mi brazo izquierdo... varias veces se detuvo a recuperar el aliento... a reunir fuerzas para culminar con éxito su necesaria tarea. 

Me quedé tan quieta... que una termita me hubiera confundido con un mueble de madera… pero él no. Él podía oler la sangre, corriendo por mis venas. Cuando estuvo sobre mi piel iba a aplastarlo pero algo me detuvo… tal vez haya sido la admiración que despertó en mí su carácter decidido a lograr el objetivo... pese a los obstáculos.

Tal vez la admiración fue por la naturaleza y ese código indescifrable que estampa a fuego en los genes de todos los seres... esa fuerza que impulsa a la vida a abrirse paso como sea... esa necesidad imperiosa de persistir... sustentarse y evolucionar para alcanzar mejores estadios. 
Siempre me maravillaron estos hechos que aparecen como demasiado comunes para llamar nuestra atención... pero que no son para nada triviales... son este tipo de mandatos evolutivos los que motivaron a algún primitivo pez a sacar la cabeza fuera del agua para ver qué había mas allá de sus límites… prescindible intento de vivir mejor... el resto fue toda la historia más o menos conocida.

Pude ver cómo el mosquito extrajo su rebuscada trompa, tan delicada como resistente... Pude ver –y sentir- cómo atravesó la piel hasta llegar a los capilares más externos y comenzar a extraer su escatológico alimento. 

Lo permití... aun a sabiendas de la inevitable comezón posterior al festín... porque pudo más el mágico momento... hubiera sido una torpeza inmoral interrumpirlo.

Pude ver cómo su abdomen incrementaba su tamaño hasta casi tres veces más del original. Creo que casi pude sentir su propia preocupación acerca del futuro próximo inmediato... porque con tamaña ingesta sería muy difícil que pudiera emprender el camino de regreso a saber dónde. 
Tal vez considerara la posibilidad de quedarse a dormir a mi lado hasta que la corriente de aire cesara... porque nada dura para siempre. 

Pero el sonido urgente del teléfono me sobresaltó de tal manera que terminé decidiendo por él: lo aplasté sin contemplaciones contra la cama. 

Una gran mancha de sangre –la suya- en la sábana quedó como única prueba de su fugaz paso por este mundo… ya no era mi sangre... era la de él... bien ganada que se la tenía. 

Y no emitió sonido alguno... “agonizó en silencio, por cortesía”. Si hay un dios de los mosquitos, si hay un alma en cada uno de ellos, que en paz descanse… 

Hijo de puta... cómo pica la herida!!